Alberto Gamero

El día después: cocina fusión

Me gusta la comida. Soy glotón por naturaleza. El pantalón se hace cada día más grande. Las camisas pasan de medio a largo. El guardarropa habla por sí mismo. Sin recriminación alguna, voy a cualquier restaurante, ya sea de comida rápida o típica. Algunas cosas están prohibidas en la alimentación porque el cardiólogo, hace doce años, me dejó recetado “pilas: le pueden volver hacer otro cateterismo si no hay cuidado en ese aspecto”. Era antioqueño, además. Un pequeño karma.

Dentro de mis experiencias con los sabores y olores que emanan de un plato, tengo claro que hace muchos años estuvo de moda una categoría: la cocina fusión. Muchos elementos dentro de un plato parecían un abuso de la actitud artística de los cocineros. Creía que todo sabía delicioso, no lo voy a negar, pero en ese momento había ausencia de certeza personal y mis papilas gustativas no estaban desarrolladas: ¿tendrá hinojo o tomillo seco? ¿Se pasó el término de sal, o me volví más cositero y tengo baja tolerancia a la misma? ¿Este postre fue hecho con azúcar morena o pulverizada?.

Lo anterior trata de conectar con lo sucedido en el Atanasio Girardot. Un esquema idéntico, el de los resultados sorprendentes, saltó al gramado antioqueño atiborrado con banderitas, gente y humo de color azul y rojo. No se traicionó el estilo que nos tiene todavía líderes. Era plato perfecto, apuesta segura. Pero llegó esa mala fortuna de Cuenú, el menos señalado, para que Juan Moreno, al parecer el único responsable, el sospechoso de siempre, estrellara a Cambindo. Ese penal hizo perder los estribos: el hornero, el cocinero mayor, el chef, el jefe de brigada, empezó a mezclar sabores desconocidos para nosotros y que, según él, son entrenados entre semana. No dieron resultado. Las estadísticas están en la comanda, la crónica servida y las declaraciones de Gamero también.

Pero nos vamos a detener, un momento, en el masterclass táctico de Mackalister. Citaré sus ingredientes: carril uno, carril dos, tres, cuatro y cinco. Bloque bajo de ellos, cinco delanteros nuestros, el capitán debía jugar delante de los volantes defensivos y DIM enfrió el partido jugando a la defensiva. Apagaron la estufa. Todos esos componentes que emanaron del segundo al mando se escuchan bellos, intachables, certeros. Nada que reprochar hacia él y sus precisiones, acertadísimas por demás. Pero algo se escapó además de la victoria o el empate: Millonarios nunca pudo saborear jugar 75 minutos con la ventaja de un jugador más.

La comida fusión está en desuso. Ahora es llamada “de autor”. Respetando aquellos que no piensan igual, el chef abrió la olla, metió cuchara previamente llena de saliva y la sopa, entendida como la racha de victorias, del arco en ceros y mejor visitante de Liga, quedó rancia. Hay que repetir otra vez la receta. Cuando me va mal en un restaurante, no vuelvo, excepto que decida con profunda reflexión darle otra oportunidad. Millonarios, para nuestra fortuna, es una cocina que siempre tendrá una ocasión más en mi paladar.

Leandro J. Melo C.
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