Mateo Ramirez

El día después: la noche de Mateo

Seguro queríamos estar frente Santa Fe pero las casualidades y las desigualdades permitieron que anoche fuera contra Patriotas. El marco soñado era el clásico capitalino. Ya no se puede volver al pasado.

Pisar la calle de adoquines pegados con cemento, caminar por playón pintado por las recientes marchas sociales y contemplar una nueva reja móvil, es parte de la mezcla entre rareza y emoción. Hacer la fila fue sinónimo del regreso esperado, de la peregrinación con feliz llegada. Era una situación que se plantaba lejana e irreal.

Camisetas, bufandas, chaquetas, zapatos, trajes, corbatas, driles, sacos. La vestimenta indicó dónde estábamos. Sitio preciso, hora señalada, momento ideal. El fútbol es bello porque todavía se pueden mezclar todas las clases sociales en un mismo lugar. Mientras los ricos buscan a través del fútbol poder e influencia, los asistentes llevamos todos esos elementos anteriores para demostrar públicamente gran parte de nuestra intimidad. En cualquier sector de un estadio de fútbol todos somos iguales.

A lo lejos de la tribuna, una cara familiar asomó en la mitad del campo para un homenaje fundamental. Antes de empezar el partido, se ondeó una camiseta con el número 10. Mientras el presidente embajador le regaló un abrazó al agasajado, Alberto Gamero levantó ese pedazo de tela azul sentimental y la agitó orgulloso como un padre que solo ve por los ojos de su hijo. Mateo Ramírez era una sola lágrima emocionada con otro color, gris y boyacense.

El clamor popular por la pérdida de uno de nuestros mayores hinchas, e hijo de Millonarios, fue sonoro y estruendoso. Los compañeros del chico sabían que sería una noche emocional. Lo abrazaron con ánimo porque debe ser muy jodido para un hijo intentar acercarse a lo que fue su padre. Es una carga pesada. Seguramente lloró como todos nosotros. Pero él lo hizo por un asunto particular: anhelaba que su progenitor estuviera vivo para avistar ese momento, cuando se enfrentó al monstruo indomable, ese Kraken que John Mario cabalgó con facilidad, como la hinchada azul.

Pocas veces en la vida hemos podido apreciar que la fanaticada de Millonarios haya aplaudido un rival. Elkin Soto, ahora ex volante, es el recuerdo más cercano. Anoche, por asuntos del corazón, Mateo Ramírez se convirtió en uno de los integrantes de ese selecto y reducido grupo. Él no lo olvidará. Nosotros tampoco: volvimos al Nemesio Camacho. Fernando Uribe, en compañía de Macalister, nos hizo gritar el gol del reencuentro, esa sonoridad esperada.

Abrazos con otros extraños. El olor de la tribuna. El afecto. Volver.

Leandro J. Melo C.
Twitter: @lejameco