El día después: el partido mental
Me quedo observando un señor que va en el Transmilenio. Está ad portas de abandonar el bus que llega al portal. Con sus dos manos, se sostiene de las dos barandas amarillas frente a la puerta. Lo veo cansado, con los brazos en posición de agotamiento. Siento que está corroído. Miro su cara: tiene el sudor lejano de la tristeza ineludible, esas ganas de llegar a ese alguna parte que solo él conoce. Su psique parece en otra dimensión.
Veo, también, el final del final del partido en El Campín. Orlando Rojas domestica su salvajismo y gesticula contra los árbitros. Les hace señas respetuosas para mostrar su disgusto por lo que no será. No me amargan las escuadras que juegan mal: hay belleza en la fealdad. Pero hay maneras. Y las de anoche demuestran que Junior de Barranquilla vino a jugar un encuentro que nosotros no preparamos. Con show de barrio triste, no saben que en los ochentas salían en tanqueta por Maratón.
Ellos nos ganaron el partido mental. Nos agotaron. Nos volvieron añicos y trizas en los primeros 45 minutos. Le dieron cuatro patadas arteras a Daniel y con ellas se esfumaron nuestras trazas de buen juicio en la silla. Nos destrozaron el ánimo tirándose al piso, como pasa con esos conjuntos expertos en especular. Nos sacaron de nuestro contexto, el que marca el ritmo de la tenencia de balón. Y Ospina, “arbitrico”, también alentó directamente. Dos cabezazos de los más pequeños alertaron a Viera, el rey de la pérdida de segundos. En la segunda mitad, y con la venia de ellos mismos, porque nos regalaron un poco más de juego, tratamos de espabilar: lo intentamos, pero no lo logramos. No supimos. Nos perdimos. Nos cansamos. Rematamos al arco con desaliento y sin dirección.
Con un expulsado visitante y durante 20 cortísimos minutos, tratamos. Fue la nada. No solo tiraron por el piso nuestra bravura, agolpada en un día laboral antes de las seis de la tarde, sino que pisotearon nuestra ilusión de buen fútbol y quedamos doblegados como locales. Nos malgastamos en los entresijos de nuestra angustia psicológica. Apenas un punto de seis ante ellos, es suficiente carga de derrota. Leía hace unos días que Millonarios, de acuerdo a la probabilidad estadística, tenía casi el 40% de oportunidad para entrar en la final. Dilapidamos casi todo.
El pero “es la palabra más puta del español”, dijo Ricardo Darín en un diálogo de una película que ya olvidé. Pero: solo queda otra vez, y con todo el peligro que eso representa para nosotros, volver a confiar en lo que Millonarios puede desarrollar y nos ha traído hasta aquí. El salto de fe persiste en nuestra imaginación.
Tengo la esperanza que ese señor haya llegado bien a su casa, se haya lavado la cara y despercudido sus palmas con una buena cantidad de jabón; que disfrute quitarse la ropa sucia, desagradable; que ojalá esté alerta ante los signos del cansancio. Y que hoy, como debe hacer Millonarios luego de lo acontecido, se levante a convencerse que nada está perdido hasta que todo sea insalvable. Una cosa más: necesito con urgencia que Don Alberto Gamero se acuerde de una buena vez, de aquellos elementos necesarios para salir campeón en las paradas más bravas que le tocó vivir cuando era jugador. Hoy apelo al instinto que posee, ese que no le falló con un Sosa ampliamente distraído. Pido por él como por el extraño que describí.
Ruego que vuelva la memoria de equipo grande, esa que “se perdió desde 1987”, palabras del Profe Carlos. Eso pesa en el alma. En la mía, por lo menos.
Leandro J. Melo C.
Twitter: @lejameco