Millonarios 2022

Con cabeza fría: microciclos

Luis Scola es tal vez uno de los basquetbolistas más importantes en la historia argentina; junto con Ginóbili, de los gauchos más recordados en la NBA, el de más partidos disputados con la Selección nacional y quien se retiró justamente en los olímpicos de Tokio. En una de sus entrevistas, Scola explicaba lo que para él implicaba la vida de un deportista de alta competencia en cualquier disciplina:

«Afuera tienes que ser humilde. Pero adentro te la tienes que creer y jugar con ese punto de arrogancia».

Escucha aquí la columna.

Veníamos de celebrar en el Atanasio, vapulear en Tuluá y ganar nuestro derby 121. Y todo empezó contra Medellín, para mí el primer tiempo más escabroso de Millonarios en la era Gamero. El punto de arrogancia fue más una mancha que ensució el fútbol y nos despertó con dos aterrizajes forzosos. El orgullo, el amor propio, la furia y la mística -la única que he logrado sentir en Bogotá este año- relucieron en la segunda etapa y nos enviaron felices a casa. Con un empate.

Luego vino Manizales, con un Larry ya errático, una niñada de Montero para irse por la puerta de atrás al equipo de Lorenzo, y una derrota que pintaba para baile. Pero ahí vino ese punto de arrogancia ideal, en la primera visita al ‘Metro’ y la convicción de jugar a lo nuestro, a lo que Millos sabe, después de 45 primeros minutos angustiosos, y llevarse un botín con arquero y defensas suplentes. Lastimosamente todo fue un eufemismo, porque esa misma nómina en el Campín rayó de nuevo en el exceso de confianza, malogró oportunidades y recibió su castigo en un minuto 94 con Daniel Mosquera como verdugo.

Luego la ida de Copa. Defensa mixta con Llinás y Vanegas y, para mí, un charter que valió la pena porque Andrés evitó un desplante más proporcionado; el resto del equipo, planteando un estilo que no es el suyo: defender para finalmente perder, la antítesis de ese primer juego en Barranquilla. Posteriormente la visita a Techo, un calco de lo que seguramente será la final del 2 de noviembre y a la que nunca le pudimos dar solución. Sin remates al arco, sin argumentos ofensivos mas un concierto de pelotazos, y nuevamente con la portería y la defensa titulares… más Elvis, que está a años luz de pertenecer a esa inicialista digna.

Cerramos el capítulo con el clásico capitalino, del que aún no me he logrado reponer a pesar de guardar silencio hasta hoy y tratar de gestar la tusa con explicaciones que no han llegado. Ahora sí, primer cuarto de cancha enteramente titular y sin vuelos de desgaste. Con la confianza de nuevo en Dewar, quien para mí ya tiene el bagaje suficiente para manejar un juego con amarilla y debió permanecer en cancha; con Cataño en el banco -aún no sabemos por qué- y la apuesta por un Yuber que vuelve a creer en sí; y sin los extremos titulares, para demostrar que es una idea basada en un colectivo y no en nombres. Eso es lo que hace todo aún inexplicable: se logró un partido dominado y tranquilo, pero fue como si el segundo gol y el júbilo hubieran implicado desenchufar al equipo, volver al manchón de arrogancia, intentar tacos y globos y menospreciar a un local herido que, con el apoyo de su gente y contra los murmullos confusos del sector nororiental, en diez minutos desnudó la torpeza, displicencia y parsimonia de once hombres que nunca pudieron sobreponerse, para sufrir una vergonzosa derrota que no se daba de esa manera en Liga hace trece años.

Una victoria en medio de seis partidos: uno, que inició con dos tantos en contra y se empató; uno que empezamos ganando y dominando por la mínima y luego nos remontan remando con diez hombres; uno que se empata, se remonta pero nos empatan al final; otro que jugamos a empatar y nos anotaron para luego quemar tiempo como locales; uno que nos cobran en la única clara del partido y nunca estuvimos cerca de empatar, a pesar de al menos sí tener intención esa vez; y un último que ganábamos con doblete, en un suspiro nos descuentan, empatan y remontan, y ni con once contra diez hicimos más que patalear desesperados. Microciclos variados de un bajón futbolístico, anímico e ilógico.

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No es difícil de entender e interpretar. No es uno minimizar a los rivales ni ignorar sus habilidades y alcances sin sospechar que pueden hacernos daño. Es más creer el cuento de las capacidades propias y, en la cancha, encarar la batalla de cada partido creyendo que se puede vencer, que se tiene con qué, siendo fieles a la convicción y el estilo propios. Pero respetado señor Scola: tal vez, cuando la tabla se mira desde arriba, en el transcurrir de los juegos también haga falta un punto de humildad y zapatos adheridos al suelo, hacer de oídos sordos e ignorar los que ya nos rotulan como invencibles y foráneos; respetar al rival y tanto defenderse de sus condiciones como querer seguir anotando con avidez, con entusiasmo famélico. Porque esos mismos lameculos son los que en el primer tropiezo te clavan la puñalada y gozan con sus juicios y tus caídas, y solamente está en ti callarlos con argumentos y triunfos, porque finalmente la victoria será sólo para ti y los tuyos.

Carlos Martínez Rojas
@ultrabogotano